Por Zahylis Ferro
Odio cocinar. En realidad, lo que más odio no es cocinar sino el olor de la comida. Me gustaría que la comida fuese todo sabor y que no oliera a nada. Sería mejor así. Entonces el degustar un plato sería de verdad un misterio. Una aventura. Sin insinuaciones aromáticas que arruinen la sorpresa. Claro, que quizás para suplir esa falta nos volveríamos más dependientes del componente visual. Como que si no entra por los ojos, no pasa por la garganta. Quizás a falta de oler lo que comemos nos convirtamos en individuos aun más visuales, más superficiales, pero ese es una probabilidad secundaria ahora mismo ya que pertenece al orden de los problemas hipotéticos.
Cocino un ajiaco, una especie de caldo con cuanto vegetal y vianda y carne he encontrado en mi refrigerador. El pobre, parecía un museo arqueológico. Reliquias gástricas preservadas por pedazos. Una papa descolorida de la que tengo que desechar la mitad. Una malanga milagrosamente intacta. Un trozo de carne de cerdo anterior a la edad media. Dos salchichas y un chorizo raquítico que una vez fue español pero ahora ha perdido hasta la identidad. Con desidia tiro todo dentro de una olla y allá van cebollas y pimientos y dientes de ajo a sumergirse en el agua salada que hierve a borbotones. Hago todo en un orden específico que a los ojos de un desconocido podría interpretarse como un indicio de que conozco al pie de la letra la receta y la sigo por costumbre. Pero no es cierto. No sigo recetas. Cocino por instinto. Total, el olor de la comida siempre delata el resultado, aun antes de que el resultado esté listo.
El ajiaco se espesa dentro de la cazuela retorciéndose a fuego lento. Con un cucharón en la mato la destapo con la intención de revolverlo y una ola de vapor me cuece la cara. Este ajiaco sabe a mierda, pienso sin probarlo. No pruebo la comida, no me hace falta. Algo más que le achaco a los olores, otra de las maneras en que delatan el resultado, incluso antes de que este listo el resultado mismo. Me siento en el comedor, a unos metros del fogón y me complazco en imaginar como se desintegran las viandas en el calor, como los sazones se van poniendo mustios a medida que el caldo les roba la esencia, como la carne se hincha con el agua, y luego se comprime, y se vuelve hebras de carnes diseminadas en el caldo. La lentitud de la tortura a la que someto la comida me complace. No el olor, que ahora esta por todos lados, en mis manos, en mi cara enrojecida y en mi ropa. Recuerdo la novela El perfume. El protagonista tenía un poderoso sentido del olfato y podía separar cada ingrediente presente en un compuesto e identificarlo por sí solo, independiente del nuevo olor del que era parte. Estúpida habilidad que no sirve para nada, pienso mientras me huelo la blusa. Hoja de laurel. Pimiento rojo. Azafrán. No sé qué carajo le hace a la comida pero me gusta el color rojizo y el nombre. Azafrán. Dicen que es afrodisíaco. Falta que hace porque esta comida me va a costar el divorcio.
Ya está. El bendito olor me lo dice. Revuelvo para asegurarme. ¡Ni que hiciera falta! Ya está. De lo único que acabo de asegurarme es de que este ajiaco esta incomible. Inhalo una bocanada de vapor del que deja escapar la cazuela y en mi mente trato de separar una vez más los olores. Pimiento verde. Cebolla. Zanahoria. Azafrán. Dicen que el azafrán es afrodisiaco. ¿Será?
Limpio la mesa de papeles, sobres cerrados y facturas expectantes. Le coloco encima el mantel de cuadros rojos, el que uso en los días de fiesta. En una hoja en blanco garabateo unas letras y la pego con cinta adhesiva en la puerta. La cena está servida, se lee. Regreso a la cocina y tomando la cazuela por sus dos azas, tiro en ajiaco caliente a la basura. Lentamente me desnudo y me acuesto sobre la mesa. Una mezcla de sabores y sazones emana de mi cuerpo. No todo está perdido, pienso y sonrío.